DE ORILLA A ORILLA
Por Jorge Rodríguez Hidalgo
No pasa día sin que los medios de comunicación de masas de nuestras sociedades den cuenta de un sinfín de agresiones sexuales. La sensación es que hoy en día se producen más que nunca en la historia reciente. Si aventuramos una explicación al criminal suceso, antes que en las causas primeras reparamos en la facilidad con que es posible informar sobre las mismas, Por ello, hay quien opina que “siempre” se ha dado tal violencia, pero que, quizá, no era posible conocerla, bien por la precaria tecnología periodística de otros tiempos, bien porque las víctimas no la denunciaban.
Por otro lado, ahora que sabemos más acerca de los actores de los criminales actos, comprobamos que los agresores son principalmente hombres y las agredidas, mujeres. Las estadísticas no dejan lugar a dudas. Además, constatamos que la procedencia de los protagonistas del drama no surge de un segmento social determinado, sino que pertenecen a no importa cuál, de modo que es dable concluir que se trata de un fenómeno transversal. Finalmente, los modos en que se producen las violaciones cada vez son más crueles (horror sobre el horror primero) y, sin embargo, concitan entre algunos sectores de la ciudadanía incluso la “comprensión”. Así, hay mujeres que “provocan” la lascivia del macho por medio de una indumentaria “atrevida”, una lengua “escandalosa”, por libre, una inteligencia impropia de un ser “inferior” con relación al hombre. De forma paulatina, se ha ido conformando una moral colectiva en que lo que se relativiza es la execrable conculcación de los derechos humanos (o, mas precisamente, de los derechos de los humanos mujer y niño). Sabemos de este o aquel deportista famosos y adinerados que abusan; de este o aquel miembros de eso que se da en llamar “nobleza”, o altos cargos políticos, o eximios exponentes de la alta cultura, o jerarcas religiosos, o adalides de cualesquiera causas filantrópicas que vejan a sus semejantes femeninas, comercian con pornografía infantil o se unen a las humanas “manadas” para hacer bueno el dicho de que “la unión hace la fuerza”.
Sabemos muchas cosas, pero nos lavamos las manos como Pilatos, a la espera de que el sistema mercantilista que nos señala el camino a seguir resuelva (el pueblo, como tal, ya no existe) que los Barrabás de turno son hijos de una soberanía ciega, pero soberanía al fin y al cabo. Soberanía, por cierto, que cotiza en los foros bursátiles internacionales.
Sabemos, aunque no lo queramos reconocer, que la violación contra Palestina por el estado de Israel no es ajena a la lógica del poder avasallador del hombre sobre el hombre, del hombre sobre la mujer, del fuerte sobre el débil, del capital sobre la miseria. Sabemos, aunque no nos convenga admitirlo, que una noticia venal vale más que una realidad palmaria para cuyo conocimiento deba penetrarse el infierno del armazón sacro-caliginoso de quienes ya nos han servido como fe el genoma del hombre santo; esto es, del fanático de la estrella azul, del de la media luna roja o del de la cruz de cualquier cruzado en paños menores.