Lectura
Por Marcelo Díaz
“Se ponía difícil, no me salía,
el árbol no me salía ni pegándole
hojas de verdad”
Beatriz Vignoli.
¿Cuáles son los límites de la escritura? Habría un punto donde la voz poética delimita un trazado: un mapa sobre la superficie de lo vivido. No hay una medida entre dos puntos a no ser que el vacío pueda ser considerado una medida. Hasta esa orilla pondría en evidencia esa tensión, esa complejidad, esa dimensión casi intraducible por momentos de lo pasado contenido en la memoria de cada uno y de cada una.
Es la falsa modestia de la arquitectura de la naturaleza. Por ejemplo, si hablamos de los árboles: “Qué simple es que un árbol, /ahora solo sombra, /pueda ir hasta los ojos de alguien, /solo infancia, / y así nos vuelva/ habitado por los pájaros/ que se miran en la espera/ casi detenida/ de los bordes del mantel/ que tiende, una y otra vez, / su lenta bienvenida/ y cubre, casi abriga, el silencio de la mesa.” En cada figura, en cada forma, del mundo existiría un correlato con las pausas de estos versos a modo de fractales que se repiten de manera simétrica infinitamente. La escritura encuentra una frontera en la voz de la infancia y toma nota de manera dispersa de aquello que pareciera estar invisible y sin embargo demanda de nuestra atención, un libro donde convive una mirada objetiva de lo que nos rodea con una tonalidad más lírica.
Es una tensión que se amplifica en el paso del tiempo sumada a la necesidad de retenerlo como si fuera una piedra preciosa, única y cada momento además de ser inédito, singular, tuviese una intensidad que deslumbra. ¿Habitamos el presente en plenitud? ¿O acaso no nos vamos dividiendo en diferentes temporalidades donde la memoria con el instante mismo que habitamos se disuelve hasta pulverizarse por completo? ¿Habría un tema de peso para la poesía que pudiese sujetar al poeta a este mundo? ¿Habría?
La poesía en este caso es una cartografía dibujada sobre un cuaderno de campo, apuntes tras apuntes, o un diario de un viaje hacia el interior atravesado por las luces intermitentes moviéndose entre las ramas de los árboles en nuestra mente y por fuera ella.
Los minutos, los segundos, amanecer en un ciclo cerrado que de a poco se va desdibujando y por contrario que parezca ese corrimiento de orilla a orilla comienza a señalarnos un camino, coordenadas para atravesar el curso de los días como si cada día fuese el último o el primero de todos.
No sólo se trata de una lírica orientada hacia la naturaleza, los senderos de tierra, los charcos acumulados en los rincones de las calles, los puntos imaginarios que delimitan una provincia o los hogares diminutos repitiéndose en el horizonte sobre el llano.
Los poemas conformarían un registro de lo ardido, una continuación de las campanadas de la infancia resonando una y otra vez para recordarnos quiénes somos, que estamos en estas coordenadas existenciales y que si bien el tiempo transcurre a una velocidad que no podemos acompañar, la poesía es una pausa y es una llama que tampoco se puede apagar de ningún modo por más que lo intentemos y en ese resplandor por momentos podemos narrarnos a nosotros mismos.
No es fácil pensar así, como si estuviéramos anulados, o anudados, en el destino, por eso la poesía para Rosales es una alternativa para resolver desde nuestro interior aquello que de otro modo no podríamos decir, digo, un espacio en donde nos encontremos y donde se borran los límites de la ausencia y donde todo resto de sombra termine finalmente por convertirse en luz.
[1] Hasta esa orilla, Pablo Rosales, Cartografías Ediciones. Río Cuarto (Cba.), 2024.