Cartas de la palabra Río
Por Claudio Asaad
En “Blade Runner,” (1982), Ridley Scott presenta un mundo futuro y distópico ubicado en 2019 y en el a los replicantes; una variante humana fabricada artificialmente para hacer lo que los humanos no quieren o pueden. En el proceso de integración al mundo son entrenados para luchar. Resistentes, no registran emociones, pero sin embargo se les otorga un pasado, la manera de que se identifiquen a sí mismos es que puedan reconocer un relato de su origen: la identidad al final se constituye cuando podemos disponer del recorrido de los recuerdos; ir hacia atrás y verificar que hubo hechos, escenas de la vida, situaciones que nos llevaron hasta el presente. La presencia de otros verifica ese vínculo donde nos espejamos con lo que fuimos, nos reconocemos para poder sostenernos en esa estructura lábil, frágil, indeterminada, pero al final propia, única, así de indeleble mientras el yo está conectado a la vida.
La Inteligencia Artificial, la actual tecnología de datos, la robótica y las hibridaciones entre ellas conforman la denominada cuarta revolución industrial: un conjunto de sistemas, procesos y acciones que permiten la automatización, y la ejecución de operaciones inteligentes a una gran velocidad en una cantidad enorme de áreas y campos de conocimiento y producción.
No se trata de una coyuntura. Venimos hace muchos años contribuyendo casi de una manera inconsciente en la elaboración del crecimiento indetenible de una gran biblioteca de babel que no para de establecer relaciones entre conceptos e ideas. Un edificio abstracto y sólido de datos que perforan el conocimiento humano para sobredimensionar su tamaño, y alcance.
¿Hasta dónde y cuánto piensan los motores de la Inteligencia Artificial? Un replicante que esparce su genética en dispositivos, textos, electrodomésticos, automóviles, brazos robóticos que no tiemblan e intervienen nuestro cerebro o liberan la obstrucción de la alguna arteria cercana a nuestro corazón. Como los replicantes de la película de Scott, la IA, parece estar a nuestro servicio, es amable, aprende rápido; es eficiente, resuelve problemas, encuentra soluciones y cada vez puede hacer más cosas humanas y otras que nos superan con creces. La miramos crecer con admiración y expectativa; nos inquieta, pero no nos atormenta.
De a poco se va quedando con nuestra historia. La administra, es generosa: la tiene disponible para nosotros, eso si con un sesgo encantador y prudente. Le disculpamos la mácula de cierta ignorancia porque su perfectibilidad es indiscutible y adventicia.
Tenemos pocas esperanzas, escasas, pero de la evolución, del asombro del mañana tecnológico no tenemos dudas.
La era de nuestros replicantes tiene una manera sumisa de rebelarse, como sucede en el cuento “Casa Tomada” (1947) de Julio Cortázar: persiste, avanza silenciosa mientras dormimos, nos distraemos viendo series o buscamos una receta de cocina en el chat GTP.
Los especialistas advierten hemos perdido nuestra inteligencia vincular, la de la sociabilidad, la capacidad de resolver los temas del mundo de manera colectiva. Hemos mutado a una enorme fe puesta en la inteligencia tecnológica.
Tanta interactividad con aplicaciones, pantallas y superficies sobre procesos cada vez más opacos, nos fueron dañando funcionalidades neuronales y en consecuencia habilidades físicas.
Los replicantes de Scott tienen la misma interfase que los humanos. Un cuerpo recubierto por una piel que encierra detrás procesadores y circuitos.
En esa maravillosa ficción fílmica, basada en una novela que Philip Dick escribió a finales de la década del sesenta del siglo pasado, los replicantes “aprenden a sentir” a tener emociones: ira, tristeza, alegría (poca), a experimentar amor, odio, deseo, incluso. Deseo de vivir. Impulso de seguir, de luchar para seguir vivo. No quieren más dejarse oprimir por una identidad marcada por otros como crotales al ganado, porque aprendieron que hay algo más tentador, sustancial, inmanente a cualquiera que adquiere la sensibilidad del vivir. El deseo de ser libre.
El imperfecto movimiento de nuestra mano con un pincel sobre la trama de una tela, la música muda en un pentagrama, la constante indignación por tantas injusticias, la necesidad de tratar de entender lo aparentemente inexplicable. ¿La metáfora, el miedo, la sombra del error? ¿Formaran parte del historial de los replicantes de nuestra era?, ¿Podrá la IA ahogar la huella errática y necesaria de nuestro paso?, ¿eso que nos hace decidir por lo que deseamos un día, y al otro ya no, ese gesto de nuestra contradicciones más profundas y cotidianas?
Inolvidable escena la protagonizada por Rutger Hauer -el replicante Roy Batty en la película-, quien susurra antes de que su tiempo se apague para siempre:
Yo he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir".
Elías