Lectura

La llamadai, de Leila Guerriero, o la memoria como latencia

Por Sergio G. Colautti

   Hoy la muerte se hizo presente

de un modo nuevo, no en las cosas

sino en mí, cuerpo y mente ya lo saben

aunque yo, no lo sé

Diana Bellessi, Pasos de baile

I.  Reconstrucciones

La mirada que las sociedades disponen sobre sus peores tragedias suele construirse desde posicionamientos y convicciones fortalecidos en la lucha para que la verdad testimonial se convierta en justicia y en memoria. En el plano discursivo, la articulación argumentativa necesita y sostiene, muchas veces, nociones duras que se incomodan ante las disputas de sentido que la misma conversación democrática propone. Entonces el debate posible se clausura o se difiere, pero no se extravía. 
  La aparición de La llamada, un retrato, de Leila Guerriero, publicada en el inicio de 2024, constituye el temblor más importante y verdadero que la cuestión de la represión genocida de los setenta ha acusado en todas estas décadas en las que ciertos conceptos cristalizados impidieron discutir para ver y comprender mejor. El libro de Guerriero, formidable trabajo periodístico en el rastreo de la información diversa y convergente, de acabada construcción novelística en el plano estructural y en la sutileza para desplegar el espesor narrativo de la historia, se erige como pieza clave para leer y entender la complejidad de la experiencia individual, grupal y nacional de aquellos años y la proyección hacia la memoria presente. El sacudimiento que provoca la escritura ayuda a dilucidar, obliga a repensar dentro del universo de sentido de la democracia y los derechos humanos, sin escapar hacia perspectivas o teorías engañosas que pretendan reinventar dos demonios o reconciliaciones inviables. 
  La lectura atenta de La llamada pone en circulación un tiempo para volver a pensarnos en la historia que nunca dejará de pertenecernos, una memoria que se parece a una espera, una memoria como latencia, que aguarda, escucha y relee. 

  II. Una escritura en capas 

El texto, cuyo volumen da cuenta de una escritura concebida como trama minuciosa, se despliega en tres planos diferenciados y, a la vez, entrelazados: 

a)  La biografía de Silvia Labayru, militante montonera detenida a los veinte años, con un embarazo de cinco meses, torturada y violada en la ESMA, liberada en junio de 1978 tras ser forzada a representar el papel de hermana de Alfredo Astiz en sus reuniones con las Madres de Plaza de Mayo que terminaron con la desaparición de tres madres y dos monjas francesas. Exiliada en Madrid, accede a conversar con Guerriero desde 2021 y ese diálogo se multiplica con cada persona que aparece desde el recuerdo para componer el relato plural. Es el espacio de los deslizamientos biográficos que construyen el retrato personal. 

b)  La experiencia nacional, que el retrato propone como contexto: el grupo de jóvenes que se deciden por la lucha montonera afirmados en la convicción del mundo nuevo: aparecerá aquí, de modo inquietante, el temblor de las consignas, la revisión de lo que fue y lo que podría haber sido, las miradas que cruzan críticas y autocríticas, revisiones y afirmaciones; la riqueza del texto, en este pliegue, es de alta significación para el debate histórico-político pero también se ofrece como lente plural que se construye, desde el libro, para dejar ver, para volver a ver, para revisitar la vivencia desnuda. Una clave que se repite (“Los que murieron fueron héroes y los sobrevinientes, traidores”) invita a ser repensada, puesta en cuestión, abordada en su desgarradora complejidad. En esa zona, el trabajo de Guerriero y la palabra doliente de Libayru solicitan otras miradas, otro debate, otra escucha. 

c)  En el fondo de los dos planos mencionados, otro territorio, más profundo aún, se conecta con las formas que elige la memoria para constituirse como colectiva. La llamada propone con audacia y lucidez que la vacilación, y no solo la dura convicción, también contribuye al sentido. Para dar cuenta de esa construcción, el libro recupera testimonios que entrejen tiempos y espacios diversos, pero, además, relatos y documentos, fotos, teorías y escrituras académicas, literarias y, en un hallazgo que funciona como un diamante de sentido en medio del infierno, los libros de poesías que secuestraban los represores en las viviendas y que Labayru, detenida, subrayaba y guardaba para sí. El cosmos de la palabra universal condensado en el microcosmos donde el lenguaje era el terror.

Para completar una arquitectura sinfónica el libro comienza y termina en el mismo sitio: un balcón, en el cálido Buenos Aires de noviembre de 2022, en el que se encuentran los compañeros de curso, recuperando las palabras que ahogaron la represión y el exilio: “Del mismo modo yo te podría decir por qué nunca hablamos entre nosotros de lo que nos pasó. Nunca hablamos, en cuarenta y cinco años…”

  La memoria colectiva gira hacia una escena en un aula del Colegio Nacional, hacia la figura de la profesora de latín y la imagen de la Odisea, cuando Ulises escapa de la cueva del cíclope. El pasaje, mencionado al pasar en la conversación, podría ser leído como una microscopía trágica y profética de la historia de Labayru, la que cegó al cíclope para escapar del infierno. Cegar a Polifemo, además, para dejar ver cómo era el sitio del horror inenarrable. Por eso, hacia el interior del texto que propone un “retrato”, se despliegan los registros de las denuncias, los señalamientos, las correcciones al discurso oficial o la disputa con los relatos de las conversaciones que la opacidad de los años suele desvanecer y hasta contradecir. 
  La experiencia colectiva es compleja y la construcción de su memoria también lo es, pero en el caso donde se jugaron los cuerpos propios y los cuerpos queridos, en el zamarreo despiadado de un Estado terrorista, esa complejidad reclama, y aquí aparece la puerta que el libro de Guerriero abre, un debate paciente y profundo, comprensivo de la humana intensidad. 
 
III. Desmesuras

La escritura jamás abandona el gobierno de su racionalidad; la intención periodística de abordar con claridad y precisión cada situación, cada fragmento que la memoria recupera o señala se sostiene con lucidez y soltura. Pero esa sobriedad afronta una colisión inevitable que la historia impondrá: lo que se relata, lo que se cuenta desde ese equilibrio narrativo es el texto paranoico en el que Silvia Labayru ocupa un centro inabordable, irracional, tan ilegible como inenarrable es el horror en el cuerpo propio. 

La condición de texto paranoico se puede advertir no solo en lo que se cuenta (con perfiles y pliegues que la literatura sobre la represión en los campos ya trabajó, también desde otras artes y disciplinas, también desde la documentación histórica) sino en las impensables contradicciones que el relato despliega: los verdugos torturan y violan a quien luego llevarán a sus hogares; los captores sustraen los hijos de los prisioneros con quienes se sentarán a ver películas; permitirán viajes al exterior a quienes esperarán en la sala de torturas, a la vuelta; un mundo en el que se designa lo atroz desde la ingenuidad del lenguaje: el asadito, al lugar de los cuerpos incinerados, capuchita, al sitio donde se torturan encapuchados. Sentirse dueño del otro, de los suyos, de sus historias, deriva siempre en la apropiación del lenguaje ajeno desde el menosprecio, el diminutivo o el silenciamiento, como cuando se queman u ocultan sus textos, sus libros, sus palabras. 

A ese texto, siempre esquivo e inabordable para cualquier simplificación analítica, se lo comienza a comprender cuando un párrafo reitera su presencia en el relato para repensar el proceso de construcción de la memoria posible, los cursos y recursos de la narración que significa y resignifica a cada paso, en cada frase, en cada contradicción; varias veces, como una inserción puntual en la escritura, leemos: 

“Después, a lo largo de cierto tiempo, nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas. Al terminar, al irme, me pregunto cómo queda ella cuando el ruido de la conversación se acaba…”

Las preguntas por lo que pasó y lo que dejó de pasar forman a su vez el entretejido que el libro propone desde su arquitectura plural de testimonios, referencias, documentos, citas. Con fina inteligencia, quien registra, decide y expone toma distancia del punto de vista personal para ceder esa perspectiva al lector, para quien el libro despliega todo lo que se deja leer. Y lo que se deja leer toma la forma inquietante de las preguntas por esa experiencia, a la vez, individual y colectiva: ¿Cómo se escribe la palabra traición? ¿Es posible repensar el concepto de víctima atendiendo a la complejidad de los contextos? ¿Cómo entender el “vivos los queremos” eludiendo la contradicción del rechazo a los que resultaron vivos? ¿Puede comprenderse esta experiencia del horror escapando de la rigidez dicotómica de héroes y traidores? ¿No es desde la cultura y sus miradas diversas desde donde se profundiza mejor en lo complejo del texto? ¿De qué modo es posible volver a escucharnos en la conversación democrática abriendo las ventanas a todos los debates sin hacer sitio ni al negacionismo ni a las reivindicaciones del terror? 

IV.  Zona de clivaje

En Operación masacre Rodolfo Walsh leyó mejor que nadie cómo funcionaba el terrorismo de Estado en los golpes previos al de 1976. En 1977 escribió su Carta de un escritor a la Junta Militar, radiografiando el terror previsto y anunciado por sus textos, que incluso lo llevó a su muerte y desaparición. En el Nunca más, Ernesto Sábato, con otros, recoge, rastrea y nombra el horror en clave individual y social. En Respiración artificial Ricardo Piglia postula el concepto de relato paranoico para decir los modos del discurso del Estado terrorista. Cuando escribió Los pichiciegos, Fogwill construyó la antiépica de Malvinas desde los relatos que la dictadura silenció y persiguió. En la narrativa de Martín Kohan (Dos veces junio, Ciencias morales, La confesión) se puede leer el espesor simbólico de la represión inusitada. Así, desde la literatura nacional, estas y otras muchas miradas ayudaron a abordar y entender el entretejido de una experiencia dolorosamente trágica. 

También desde el debate abierto en otros momentos por intelectuales como Oscar Del Barco alrededor del “No matarás”, incipiente instancia que bien puede preludiar al libro de Guerriero, no para cerrar discusiones sino para abrirlas. 
El libro de Leila Guerriero viene a situarse en ese escenario, proponiendo su escritura singular, su cruce feliz entre periodismo y literatura, sus interrogaciones nuevas, su coraje intelectual, su magistral aporte a la memoria como latencia. 

i  La llamada, Leila Guerriero, Anagrama, Barcelona, 2024.