Lectura
Por Silvia Barei
Memorabilia significa “las cosas que son dignas de ser recordadas”, algo que es objeto de recuerdo. Y el subtítulo de este nuevo libro de Nelson es Endechas
del cajón de pan.
Endecha quiere decir canción triste o de lamento y en este poemario lo que desata la
endecha es un simple cajón de pan. Tan simple que no provoca nostalgia por un paraíso perdido, sino que deviene una forma literaria en la que lo personal puede decirse sin convertirse en acto de complacencia narcisista.
Mi pregunta inicial es entonces: ¿ qué nos sucede frente a la vida propia que
tienen los objetos, una mantilla, una canica, un mantel, un cajón de pan, una
fotografía?
Cuando Nelson me propuso presentar éste, su último libro, yo estaba sentada en la
terraza de mi casa leyendo la novela de Henning Mankell, Zapatos italianos. Contesté a Nelson y seguí leyendo porque ya iba por las últimas páginas y me comía la ansiedad de saber cómo terminaba la historia de un médico que ha decidido apartarse del mundo en una remota isla de Suecia, sólo acompañado por un perro y un gato.
En unas hojas casi finales leo esta reflexión de este hombre frente a una antigua
fotografía que encuentra doblada en una botella en la basura: “algo había
dentro de la botella, así que la abrí. Era una fotografía enrollada, una instantánea
de nosotros dos cuando éramos jóvenes, un recuerdo. La memoria de los últimos
días que estuvimos juntos. Nos encontrábamos junto a un lago. El aire nos
enredaba el cabello y yo sonreía a la cámara. Recordé que le habíamos pedido a
un extraño que nos hiciese una foto”
Y entonces comienzo a recorrer el libro de Nelson como quien encuentra unas
fotografías dentro de una botella, como quien se deja resbalar por antiguos
retratos, paisajes memorables, amores perdidos y tiempos reencontrados. Porque
como dice un poema de Nelson “No hay instante más ambiguo que el que aprisiona
y enmarca la vieja fotografía”.
Toda fotografía implica una mirada y una política de la mirada, alusiones,
referencias, crispaciones, intensidades, escenas frecuentes (como las que podemos
recordar de la infancia ) y escenas infrecuentes ( como puede ser un encuentro
en otro lugar del mundo)
Entro entonces al poemario como por una especie de álbum familiar, la infancia y sus
íconos, sus lugares reconocibles , sus pequeñas mitologías y sus minúsculos
dramas pensados como “Endechas del cajón del pan”. Escribir en este caso, no es lamentarse, sino mostrar las diversas partes que nos habitan, lo que nos constituye desde el pasado y nos persigue con los santos y señas que se heredan de una escena
familiar, sus marcas de identidad que cobijan y desamparan al mismo tiempo.
“Nací en un moisés de mimbre que a las siestas colocaban/a las sombras de un gran palto que los gorriones buscaban;/crecí bebiendo esa copa/de ígneo fuego amarillo,/pisando arenas de infierno,/negra brea -opaco brillo-, /mañanas de leche fresca,/almuerzos de toldo y parra,/ suaves tardes de agua y siesta y una estrella que se agarra. /Esas noches, al sereno,/al dormir en duros catres/bajo ese cielo tan
lleno/de lunas, estrellas y haces, soñaba en mi último sueño./el de los fríos eternos:/de este calor soy el dueño, enterradme en él, sed buenos”.
(“Trópicos”)
El poemario está dividido en tres partes y se abre con una estrofa de “Il vino
triste “ de Cesare Pavese:
“Ridiventa l´antico destino / che è bello soffrire per
poterci pensare”.
(Revive el antiguo destino/que es bueno sufrir para poder pensarlo)
Hay textos que intentan recuperar un recuerdo fragmentario, los rasgos de una época, su idioma, el giro documental de otro escenario de la historia personal y se
convierten finalmente, en un puente imaginario en el trazo delicado de la
palabra poética.
Por ello es que Memorabilia nos trae escenas que a veces identificamos como propias: un hombre callado anota sensaciones sentado en un bar de una ciudad (ésta u otra no importa mucho), en busca de un lenguaje que le deje decir el pasado inquietante y a la vez reconfortante, al acecho de los fantasmas de la infelicidad y el gozo pequeño de lo que se escribe con el cuerpo: “Tan sencillo/como pasar/mis manos por tu ropa o verte,/mujer,/aquí sentada./Así./Y en un segundo./Tan simple/como esta imagen/o cada uno de esos pasos que deambulan por
mi niñez /por el cielo por las locuras de aquellos años./ Mujer./ Mi pan y mi
copa. Simple como verte aquí sentada. /Así lo quiero/en los días de este mundo,/así lo espero en la llovizna desesperada del último límite nocturno./ Tan simple como verte, madre, aquí sentada”. (“Bajo
el palto”)
Pero, llegada la hora de crecer y de partir, el poeta se va del pago chico primero y
de la patria después. Así recorremos sus viajes por el mundo, caminos, callejas,
plazas y esquinas, luego volvemos y nos quedamos a su lado, acá en Córdoba, en
la calle Caseros o en la Cañada por ejemplo, para compartir hechos que se abren
a los conflictos del presente apelando a retóricas para encarar la propia
escena histórica, para enfrentar estos días en penumbras, una tensión vital que
parece repetirse bajo las aguas del tiempo y la memoria: “Estamos en un bar/en una esquina de la Cañada;/el ambiente está lleno de humo,/se corta
con la mirada./Mi padre –un Kent filter largo entre los dedos-/dice:
podés usar el humo,/pero respetá los derechos de autor./Un grande, mi viejo./ Lástima que no fuma./Y que está muerto.”
(“Humo”)
La Historia, como ciencia y con mayúsculas, con su mirada que pretende distancia,
cuenta un pasado aciago o un pasado heroico; por su parte, la Literatura se
construye en parte, con la fragilidad de los fantasmas que habitan nuestra
memoria.
No hay distancia, no hay ejemplaridad heroica, no hay santificación de los duelos
o las tragedias. Hay la presencia de un tiempo, hay un gesto de complicidad,
hay trazos gruesos sobre puntos de partida, perplejidades, voces tartamudas,
fisuras, cosas no pensadas, cosas como el pan o como el cajón del pan, metáfora
del puente imaginario hacia un tiempo que solo se puede reconstruir o recuperar
en el lenguaje, en el tumulto de las imágenes.
Se trata entonces de elegir un camino para la rememoración, lanzado el poeta,
pluma en mano, hacia la intensidad de un territorio previamente cartografiado
por la biografía que nos hemos sabido construir, con aquello que nos interpela y
nos conmueve: la figura del padre, los gitanos o el carnaval de la infancia, un
perro destinado a nosotros, una calle de Londres o de Barcelona, un río, un
árbol, un pájaro, una mujer lavando ropa, una nana, un caldillo de congrio para
compensar el frío del sur.
Memorabilia actualiza el debate sobre la memoria, sobre la emoción y el temor de nuestra propia historia por fuera de todo canon reivindicatorio, de los olvidos de la
época, del aturdimiento de las redes, del abismo del revival, de los rituales
de santificación de la cultura-espectáculo, mundo acelerado donde todo es
repentino y fugaz y olvidable, frente a un estado de cosas que deja ver el
rostro del autor quien confiesa “Escogí otro poder, manso, denso y que abonara /Construir la república, diversa, plural
y una: / Inquirir por el hombre, su pasión y su pena” (“Quehaceres”)
Memorabilia habla entonces, de las pasiones y las equivocaciones entre los intersticios de una sociedad actual particularmente inclinada a la negación y el olvido. Habla también de la fragilidad de lo humano en todos los demonios en los que nos reconocemos y demuestra estupor ante esta época en la que se cree solo en lo que se ve en las pantallas y simultáneamente no se cree en nada. Un tiempo
acelerado donde todo es repentino y fugaz, en un vacío irrevocable que anula el
pasado y el recuerdo.
Contra ello justamente, adviene la persistencia del poeta en el intento de recuperar
ciertos hechos y de construir nuevas formas de traer desde el olvido un modo
implacable de memoria, recóndita e imperfecta, tanto que hasta puede parecer un
acto inoportuno.
La literatura es otra memoria: turbulenta, errática, dulce o amarga pero siempre
insomne frente al dolor de lo humano que la prisa cotidiana parece volver
paisaje inadvertido, hábito, pauta convencional, a pesar del orden de la
fragilidad que se exhibe en la lectura de la ignominias del mundo: “Por veredas de los monjes/y de antiguas piedras lisas,/al sol reparte su cante: “¿Tendría
una monedita?”./ En la acera que hace frente hay dos bancas amarillas, murallones de granito/gris y blanca marmolina;/ha hecho de una su morada bajo esa luna de envidia,/allí come y allí duerme/y va pasando la vida./Una noche ensimismada,/de garúa y gota fría,/toreando un aire helado bordeamos la capilla;/entre las sombras y el viento nos llegó su vocecita:/“Buenas noches, me disculpa, ¿no me da una monedita?”. (“Calle
Caseros”)
Así encontramos historias surcadas por el deambular de los cuerpos por la ciudad,
en el gesto de una escritura que se conjuga con el deseo y que nos trae una
súbita experiencia, una empatía, un sentimiento de gratitud para con todo lo
viviente, una lógica de lo humano que se entrecruza con la lógica dislocada del
enigma que nos produce el encuentro con el otro, sea éste una mujer, un mendigo
o una gata. Encuentros que se producen en el dilema poético que instala no una
cronotopía sino un intervalo, una detención en la organización estética del
poema: el instante del asombro, la intriga y la fascinación.
Cierro a modo de ejemplo con el bello poema “Niza, mi gata”: “La mañana
de neblina en que crucé/ el puente de Carlos y la Puerta/ lloviznaba el
invierno su monotonía/ y espantaba del pecho los sosiegos./
De algún lado había surgido/un gato dorado y blanco/que caminaba junto a mis pasos…”