De orilla a orilla
Por Jorge Rodríguez Hidalgo
Mientras el Estado de Israel asesina impunemente a cuantos considera sus enemigos, el satisfecho primer mundo se pregunta qué fue primero, si el huevo o la gallina; es decir, de quién es la propiedad de la tierra de Palestina. Los ricos israelitas, apoyados económica y militarmente por el mundo occidental en pleno, llevan décadas sojuzgando a los palestinos, sirviéndose de su mano de obra barata (por no decir esclavizada) y hasta aniquilándolos, porque estas criaturas no judías son “animales”. Sí, animales: así es como los consideran y tratan. Podría decirse que, dentro de la escala animal, los palestinos son insectos, mosquitos molestos que el poder judaico se encarga de matar… ¡a cañonazos! Claro, pretender eliminar a un insecto empleando armas de destrucción masiva produce los efectos que estamos viendo: más de cuarenta mil muertos en once meses de “accidentes”, “errores” o “distracciones”. O mejor dicho: más de cuarenta mil “ausentes-presentes” asesinados como quien deja caer unas “naranjas mecánicas” del cesto de la compra o caja de Pandora.
Pero no se crea que el mal que Israel asesta a los palestinos, sirios, libaneses… cuenta con el repudio de nuestras sociedades ahítas. De manera casi imperceptible, la presencia de representantes israelitas (formaciones deportivas, principalmente) en los países europeos comporta una seria discusión de la soberanía de estos. Un ejemplo: cada vez que el equipo de baloncesto del Maccavi Tel Aviv se enfrenta a un equipo español ¡en España!, nadie puede lucir en el interior de los recintos deportivos la “kufiya” que simboliza a la patria Palestina. ¿Por qué? ¿Cuál es el poder de las autoridades israelíes?
El poeta Mahmud Darwish (1941-2008) es un ejemplo de lo que no solo un hombre de paz, no solo un hombre de letras, sino un nacido palestino ha de sufrir a lo largo de su vida. El poeta nació en Birwa, un pequeño pueblo al oeste de Galilea. A los pocos años de nacer, fue destruido por el ejército del recién proclamado Estado de Israel (1948). Sobre sus ruinas, los colonos (¡esos paramilitares encubiertos!) levantaron un asentamiento que, además de impedir el regreso de los primeros moradores del pueblo, facilita la abolición de la memoria palestina. Escribe Darwish en “¿Por qué has dejado solo al caballo?”: “Aún no estaba acostumbrado a mi madre, ni reconocía a sus parientes, / cuando del mar llegaron los furgones. Pero desde que nací, / como nace aquí el ganado, de cuajo, / conocía el olor a tabaco del manto de mi abuelo/ y el olor siempre idéntico del café”. Mahmud murió en el exilio, pero siempre fue un exiliado, incluso en el poco tiempo que pudo estar en su tierra natal, aunque fuera entre rejas. Al final de sus días, concluyó, en la obra “En presencia de la ausencia” que “yo -te dices a ti mismo- prefiero vivir como extranjero en el exilio y no como extranjero en casa: en el exilio, no queda más remedio”.
Los poetas (¿terroristas de las palabras y el pensamiento?) mueren como cualquier compatriota, pero acaban sembrando en el desierto las semillas de una memoria que se alza como una rebeldía imparable, a pesar de todo. Los poetas saben que el azul de la estrella de cinco puntas trae el infierno en una mano, mientras la otra enjuga las lágrimas por el dolor espantosamente sufrido durante el Holocausto. Víctima y victimario en el mismo ser sin aparente contradicción criminal. Pero el número de los muertos sigue aumentando en la Palestina de los palestinos.